
Este año ha costado, mucho, no soy el único que ha sido zarandeado por la situación económica y laboral en los últimos tiempos y eso te lo pone difícil a la hora de disfrutar de tus aficiones favoritas. Las mías suelen ir ligadas a la música. Además de economizar, necesitaba también cambiar de aires para disfrutar una de mis citas ineludibles del año, el Primavera Sound. Recuerdo perfectamente la primera vez que asistí a este festival, era su segunda edición, en el Poble Espanyol, después vinieron muchas más. Inmediatamente me atrajo lo variado y original de su cartel y ese afán de diferenciarse del concepto masivo que ya se hacía muy patente en otros eventos como el FIB. O eso me lo parecía a mí, porque lo cierto es que con los años, como era de esperar, la edición barcelonesa de este evento también se ha masificado, creciendo hasta convertirse en una especie de monstruo inabarcable para muchos. La calidad del cartel, con algún que otro guiño efectista demasiado cantoso, ha permanecido año tras año a un nivel muy alto, aunque hoy ya excesivo en la cantidad de oferta de grupos y escenarios. Todo cosas del negocio, supongo.
Lo bueno que podemos extraer de esta reflexión es que los beneficios de ese negocio parecen haber sido invertidos con más o menos éxito en distintas ramificaciones que nos hacen mantener la esperanza a los que siempre hemos pensado que la marca Primavera Sound, con sus bondades y miserias, ha creado los mejores y más variados carteles de festival que se han visto en España, posicionándose entre los mejores del mundo en los últimos años. El Primavera Club como hermano pequeño de invierno tendría bastante que debatir para mi gusto, es una buena idea pero con algunas cosas muy importantes que pulir. De lo que yo quiero hablar realmente es de la ramificación portuguesa del asunto: el encantador Optimus Primavera Sound.